¡Viva
la Patria!
Badajoz
1811
Andrés Lloret Vargas
II
Era una
mañana fresca de febrero. Por orden de Menacho, que esta vez se encontraba en
el baluarte de Santiago, más próximo al enemigo, mi regimiento había formado
entre la puerta del Pilar y el fuerte de Pardaleras, a cubierto. A una orden de
nuestro general nos pusimos en marcha, desenvainé el sable y me puse al frente
de la línea. En ese momento el ya familiar Camaño dio la orden de fuego y los
baluartes de Badajoz desataron el infierno sobre las posiciones francesas,
todas las baterías que tenían a tiro al enemigo bramaron al unísono, lanzando
una lluvia de balas de hierro sin cesar. Aquello nos animó mas y nuestro
general dio la orden de cargar; aullando como una manada le locos echamos a
correr bayoneta en ristre y sable en alto; la trinchera se hacía grande por momentos, y de pronto, varios
centenares de chacós asomaron por ella y empezaron a dispararnos, sufrimos
bajas; pero la carga estaba a muy poca distancia del enemigo y no les dimos
tiempo a recargar, fue entonces cuando nosotros sin parar de correr y sin
responder a los disparos asaltamos la trinchera a bayonetazos. Se generalizó el
combate cuerpo a cuerpo. Antes de que quisiese darme cuenta mi sable ya relucía
en sangre, fue entonces cuando un francés vino hacia mí, gritando con el fusil
en ristre, de un golpe de sable logré alejar su bayoneta de mi cuerpo, y con la
misma inercia le propiné un sablazo en la espalda, el francés cayó al suelo con
un profundo tajo. Después de minutos de combate los pocos franceses que
quedaban saltaron fuera y huyeron, siendo abatidos varios por nuestros
disparos. El sacrificio daba sus frutos, ahora había que destrozar la trinchera
y clavar los cañones que en ella había. Para sorpresa mía había diez cañones de
sitio listos para emplazar, sin perder un segundo fui hacia ellos, saqué un
martillo que llevaba al cinto, unos clavos largos y me puse a clavarles el oído
para inutilizarlos, otros oficiales y soldados me siguieron en la tarea.
Después de esto acordamos que era mejor desmontarles las ruedas y llevárnoslas,
dejando el armazón y el cañón con el oído clavado, con gran esfuerzo logramos
hacerlo. En unos minutos la batería francesa estaba totalmente inutilizada, sin
perder tiempo, echamos mano de las palas que el enemigo había abandonado y
comenzamos a cubrir de tierra la trinchera. Arrojamos todo lo que podíamos,
hasta los propios cadáveres de los franceses, en cuestión de minutos la obra
desapareció.
Menacho,
que había dirigido personalmente toda la operación desde los baluartes, dio
orden de retirada, el trabajo estaba hecho. Evacuamos a los muertos y heridos
en camillas y regresamos en orden hasta la puerta del Pilar.
Al
llegar aquella tarde a mi pequeño hogar me abrió la puerta Rosa, que con cara
de espanto me dijo:
-¿Qué te ha pasado?
-Nada, creo que hoy he tenido mucha suerte.
-¡Estás sangrando!
Me miré
el lugar que señalaba con sus ojos aquella muchacha. Mi costado derecho manaba
sangre, llegaba hasta las botas. Giré la cabeza, y en la calle había pequeñas
manchas rojizas con la forma de mi suela. Entonces miré a Rosa pensando que no
había esquivado tan bien como creía el bayonetazo de aquel gabacho en la
trinchera. En ese momento me fallaron las piernas, Rosa me agarró pasando mi
brazo por sus hombros y me arrastró hasta la mesa del comedor.
-Entra vamos, ¡madre traiga agua y vendas!
-Míralo, está pálido, ha perdido mucha
sangre.
-No se preocupe Don Jaime, creo que es de
poca importancia, si no estaría muerto.
La
herida estaba bajo las costillas, la bayoneta no había penetrado, pero había
hecho un corte relativamente profundo del que aún manaba sangre. Me quitaron el
uniforme y el sable y lavaron la herida, después me vendaron y subieron a mi
habitación.
Durante
días hicimos salidas continuas para destrozar su artillería, sin descanso, a
veces con dos brigadas de caballería saliendo a la carga desde Puerta de Palmas,
llegábamos a ocasionar destrozos; pero a pesar de nuestros esfuerzos las
trincheras se acercaban cada vez más, hasta que al enemigo le fue posible
colocar los cañones de sitio y comenzó a bombardear las murallas.
Noche
cerrada de febrero. Las estrellas se reflejaban en el Guadiana. Estaba de
guardia en la muralla, silencio, un frío que calaba el alma, nos intentábamos
proteger con nuestros capotes. Conversaba con un subteniente sobre las anécdotas
de nuestra vida en los ejércitos del Rey. Paseábamos por las murallas en
dirección al río mientras se disponía a liarse un cigarrillo.
-¿Quiere teniente? Le dará calor.
-Debo confesar que nunca he fumado, pero creo
que como no empiece esta noche moriré de frío.
Con una
sonrisa me ofreció el suyo y se dispuso a liarse uno nuevo.
La
primera calada entró como el primer trago de brandy, y acerté a agradecérselo
entre la tos siguiente.
Continuamos
nuestra ronda, con los habituales temas de conversación
-¿Cree que mañana Menacho ordenará otra salida
teniente?
- O hacemos eso, o pronto destrozarán nuestras
murallas a cañonazos.
Miraba
al lado externo, cuando vi unos fogonazos en la lejanía, después el trueno de
los cañones; corrí y me tiré sobre el subteniente para intentar protegerlo.
-¡Al suelo! ¡Cúbrete!
No
acababa de decirlo cuando las balas llegaron a su destino, sentimos retumbar el
suelo de la muralla al tiempo que nuestras cabezas.
Aturdidos
después de la descarga nos levantamos a duras penas y salimos corriendo para
dar la alarma y tomar posiciones.
Al
llegar al baluarte de Santiago empezaban a acudir artilleros, aparte de los de
guardia que preparaban sus cañones para contestar, en cuestión de minutos sonó
nuestro primer disparo.
Las quebradas voces de los jefes de batería
repetían continuamente:
-¡A los fogonazos! ¡Disparad a los fogonazos!
¡Fuego!
Aún
recuerdo los cañonazos, a todas horas, incesantemente, por el día, por la
tarde, por la noche, los estampidos
retumbaban en la ciudad. Nuestros cañones no estaban quietos y respondían. El
infierno tenía un lugar esos días, y era Badajoz.
Cañonazos
y más cañonazos, el fuerte de Pardaleras recibía la mayor parte de los
proyectiles, Menacho, temiendo un asalto francés dobló su guarnición, dos
regimientos se turnarían en su defensa cada día. Aún recuerdo el momento en que
le tocó al mío. Era una noche fría de febrero y nos disponíamos a tomar el
relevo del regimiento que guarnecía Pardaleras. Estábamos formados tras la
puerta del Pilar, había luna llena y el cielo estaba raso. Charlaba con otro
teniente mientras me ajustaba los guantes, cuando de pronto empezamos a escuchar
disparos de fusil.
-¿Oyes eso?
-¡Están atacando Pardaleras!
Subimos
a la muralla y el fuerte se iluminaba con pequeñas explosiones, los gritos
empezaban a escucharse de forma lejana. Miré a mi compañero.
-Hay que ayudarles, el fuerte no debe caer.
Regresamos
e informamos a nuestro coronel, que ya empezaba a ser consciente de lo que
estaba pasando, nos ordenó salir a toda prisa y atacar el fuerte desde la
ciudad. Desenvainé mi sable y echamos a correr en mitad de la noche en absoluto
silencio, de pronto nos dimos cuenta de que los disparos cesaban y varios
soldados regresaban corriendo hacia nosotros con la cara desencajada y partes
del cuerpo ensangrentadas. Sin duda habían luchado con ganas, pero ahora era
nuestro turno.
Aún se
combatía dentro del fuerte a bayonetazos, llegamos a las murallas, la puerta
estaba cerrada, ordené a los gastadores a que la derribaran con sus hachas. Entonces
los franceses se percataron de ello y empezaron a dispararnos desde lo alto del
muro, los nuestros respondieron con una furiosa descarga que los alejó por unos
instantes, para regresar tirándonos gran cantidad de granadas que al estallar
provocaron decenas de muertos. Desde nuestra posición no podíamos hacer otra
cosa que dispararles. La situación se mantuvo unos minutos que se hicieron
eternos, al ver que era imposible acceder al fuerte y que probablemente ya
habían llegado nuevos refuerzos enemigos nuestro coronel dio la orden de
retirada. Al llegar a la puerta del Pilar me dijo consternado:
-Vamos a informar de todo a Menacho.
-A la orden
Mientras
corríamos por las calles de Badajoz podía ver como todas las ventanas estaban
cerradas, algunos osados las abrían mirando de un lado para otro intentando
informarse de origen de los disparos a esas horas.
Al
llegar a la estancia del general, este estaba solo, de pie, con varios candelabros
y un buen fuego tras de sí, viendo mapas sin cesar con la casaca desabrochada;
esta vez entré y no fue necesario dar un taconazo para que advirtiera nuestra
presencia, levantó la vista de la mesa y nos miró con su habitual rostro
imperturbable, como sabiendo que le íbamos a decir.
-Señor; Pardaleras ha caído, el enemigo
probablemente se haya aventurado por el foso y ha logrado confundir a sus
defensores de que era el relevo de la ciudad, por ello no les ha dado tiempo a
dar la alarma.
No
acababa de decirlo mi coronel cuando ya tenía ceñido su bicornio y su bastón de
mariscal en la mano.
-Teniente,
vamos a los baluartes ¡aprisa!
Llegamos
al baluarte de San Roque, estaba repleto de artilleros cargando sus piezas,
corriendo de un lado a otro con municiones, a pesar de ser de noche la luna
llena ayudaba bastante a aquellos conocedores de su oficio, los baluartes de
ambos lados bullían de la misma actividad.
Menacho
se subió a una de las mesas y con su catalejo pudo ver Pardaleras ardiendo,
tras otear unos instantes bajó de la mesa y dirigiéndose a los artilleros les
dijo:
-Caballeros, que no cunda el desánimo, que
vean de que son capaces nuestros cañones, ¡Fuego a discreción contra el fuerte!
¡Arrasadlo! ¡Emplazad en estos baluartes los obuses y mayores piezas de las que
dispongamos y aplastadlos! ¡Viva España!
Segundos
más tarde, las baterías que tenían a tiro a Pardaleras desataron un estruendo
continuo, nubes de humo de los cañonazos cubrían el baluarte donde nos
encontrábamos, aquellos artilleros cargaban y disparaban con una velocidad
endiablada, no tardaron en necesitar enfriar los cañones. Entonces, paisanos de
las casas cercanas, a quienes habían despertado los cañonazos se presentaron
allí, preguntando en qué podían ayudar; inmediatamente los artilleros pidieron
agua para sus cañones y al poco gran cantidad de civiles estaba en el baluarte
echando cubos de agua a aquellas fieras de más de dos toneladas que no dejaban
de escupir fuego.
Mientras,
el Mariscal estaba en el centro del baluarte, observando impávido a los
artilleros, impasible ante los estampidos, su figura se iluminaba con cada
fogonazo.
Transcurrió
así toda la noche. Al amanecer Pardaleras estaba prácticamente arrasado y el
comandante dio orden de cesar el fuego para dar descanso a los artilleros. Mi regimiento
había permanecido allí desde la pérdida del fuerte, al escuchar el familiar
pífano que anunciaba el relevo me quedé un rato observando aquella escena; el
baluarte estaba lleno de artilleros apostados contra sus cañones, sentados en
tierra, con la cara y las manos negras, exhaustos, algunos recibían agua de las
mujeres de la zona que continuaban ayudando, a lo que con la garganta seca del
humo de la pólvora apenas acertaban a agradecer y se limitaban a asentir con la
cabeza.
Abandoné
el lugar. Mientras recorría las calles de Badajoz hasta mi casa de acogida. Una
vez más me pregunté hasta cuando seríamos capaces de resistir el asedio.
Caminaba absorto en mis pensamientos cuando en un cruce de calles acerté a ver
uno de los pesados obuses que reclamaba Menacho la noche anterior, lo
transportaban a duras penas cuatro bueyes y una veintena de hombres, muchos de
ellos sin uniforme alguno, supuse que serían civiles. Ante esta imagen traté de
auto confortarme, la población civil nos ayudaría hasta el final, si nos era
imposible defender las murallas, lucharíamos casa por casa… convertiríamos
Badajoz en una nueva Zaragoza.
Continué
con mi pensamiento hasta llegar a mi casa, donde, como de costumbre me abrió la
pequeña Rosa.
-Buenas, soldadito.
-Buenos días Rosa.
-Anda, entra y lávate bien que tienes la cara
totalmente negra.
Al
atravesar el portal me encontré con la ya familiar escena de la familia
desayunando.
-¿De dónde has salido muchacho? Tienes la cara
totalmente negra.
-He estado toda la noche en el baluarte de San
Roque Don Jaime.
-Eso explica tanto cañonazo, ¿les habéis dado
lo suyo?
Con
sonrisa entrecortada, acerté a decir:
-Se ha hecho lo que se ha podido Don Jaime, lo
que hemos podido.
La
respuesta pareció tranquilizarle, y siguió untando caldillo en su tostada. Me
quedé unos segundos mirando a la señora de la casa como rasgaba sábanas para
hacer vendas.
-Son para llevarlas al hospital, las necesitan
más que nosotros, el cura nos ha dicho que pronto tendremos que colaborar allí,
empieza a haber muchos heridos.
Al pronto Rosa subía por las escaleras hasta
mi habitación con una palangana con agua y una sábana limpia.
-Vamos soldadito, vamos a quitarte todo ese
hollín de la cara.
Los
restos del humo de la pólvora se habían mezclado con el sudor, por lo que la joven tuvo que esforzarse para
poder rescatar mi rostro. Le dije que en los Ejércitos del Rey ensañaban muchas
cosas, una de ellas era saber lavarnos la cara, pero ella insistió.
Creo
haber dicho que era francamente hermosa, mientras rasgaba mi cara, pensaba en
qué sería de aquella pobre joven si los franceses lograban entrar.
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