sábado, 8 de diciembre de 2012

¡Viva la Patria! Badajoz 1811. Parte II

¡Viva la Patria!
Badajoz 1811
Andrés Lloret Vargas 




II


Era una mañana fresca de febrero. Por orden de Menacho, que esta vez se encontraba en el baluarte de Santiago, más próximo al enemigo, mi regimiento había formado entre la puerta del Pilar y el fuerte de Pardaleras, a cubierto. A una orden de nuestro general nos pusimos en marcha, desenvainé el sable y me puse al frente de la línea. En ese momento el ya familiar Camaño dio la orden de fuego y los baluartes de Badajoz desataron el infierno sobre las posiciones francesas, todas las baterías que tenían a tiro al enemigo bramaron al unísono, lanzando una lluvia de balas de hierro sin cesar. Aquello nos animó mas y nuestro general dio la orden de cargar; aullando como una manada le locos echamos a correr bayoneta en ristre y sable en alto; la trinchera se hacía  grande por momentos, y de pronto, varios centenares de chacós asomaron por ella y empezaron a dispararnos, sufrimos bajas; pero la carga estaba a muy poca distancia del enemigo y no les dimos tiempo a recargar, fue entonces cuando nosotros sin parar de correr y sin responder a los disparos asaltamos la trinchera a bayonetazos. Se generalizó el combate cuerpo a cuerpo. Antes de que quisiese darme cuenta mi sable ya relucía en sangre, fue entonces cuando un francés vino hacia mí, gritando con el fusil en ristre, de un golpe de sable logré alejar su bayoneta de mi cuerpo, y con la misma inercia le propiné un sablazo en la espalda, el francés cayó al suelo con un profundo tajo. Después de minutos de combate los pocos franceses que quedaban saltaron fuera y huyeron, siendo abatidos varios por nuestros disparos. El sacrificio daba sus frutos, ahora había que destrozar la trinchera y clavar los cañones que en ella había. Para sorpresa mía había diez cañones de sitio listos para emplazar, sin perder un segundo fui hacia ellos, saqué un martillo que llevaba al cinto, unos clavos largos y me puse a clavarles el oído para inutilizarlos, otros oficiales y soldados me siguieron en la tarea. Después de esto acordamos que era mejor desmontarles las ruedas y llevárnoslas, dejando el armazón y el cañón con el oído clavado, con gran esfuerzo logramos hacerlo. En unos minutos la batería francesa estaba totalmente inutilizada, sin perder tiempo, echamos mano de las palas que el enemigo había abandonado y comenzamos a cubrir de tierra la trinchera. Arrojamos todo lo que podíamos, hasta los propios cadáveres de los franceses, en cuestión de minutos la obra desapareció.
Menacho, que había dirigido personalmente toda la operación desde los baluartes, dio orden de retirada, el trabajo estaba hecho. Evacuamos a los muertos y heridos en camillas y regresamos en orden hasta la puerta del Pilar.
Al llegar aquella tarde a mi pequeño hogar me abrió la puerta Rosa, que con cara de espanto me dijo:

  -¿Qué te ha pasado?
  -Nada, creo que hoy he tenido mucha suerte.
  -¡Estás sangrando!

Me miré el lugar que señalaba con sus ojos aquella muchacha. Mi costado derecho manaba sangre, llegaba hasta las botas. Giré la cabeza, y en la calle había pequeñas manchas rojizas con la forma de mi suela. Entonces miré a Rosa pensando que no había esquivado tan bien como creía el bayonetazo de aquel gabacho en la trinchera. En ese momento me fallaron las piernas, Rosa me agarró pasando mi brazo por sus hombros y me arrastró hasta la mesa del comedor.

  -Entra vamos, ¡madre traiga agua y vendas!
  -Míralo, está pálido, ha perdido mucha sangre.
  -No se preocupe Don Jaime, creo que es de poca importancia, si no estaría muerto.

La herida estaba bajo las costillas, la bayoneta no había penetrado, pero había hecho un corte relativamente profundo del que aún manaba sangre. Me quitaron el uniforme y el sable y lavaron la herida, después me vendaron y subieron a mi habitación.

Durante días hicimos salidas continuas para destrozar su artillería, sin descanso, a veces con dos brigadas de caballería saliendo a la carga desde Puerta de Palmas, llegábamos a ocasionar destrozos; pero a pesar de nuestros esfuerzos las trincheras se acercaban cada vez más, hasta que al enemigo le fue posible colocar los cañones de sitio y comenzó a bombardear las murallas.

Noche cerrada de febrero. Las estrellas se reflejaban en el Guadiana. Estaba de guardia en la muralla, silencio, un frío que calaba el alma, nos intentábamos proteger con nuestros capotes. Conversaba con un subteniente sobre las anécdotas de nuestra vida en los ejércitos del Rey. Paseábamos por las murallas en dirección al río mientras se disponía a liarse un cigarrillo.

 -¿Quiere teniente? Le dará calor.
 -Debo confesar que nunca he fumado, pero creo que como no empiece esta noche moriré de frío.

Con una sonrisa me ofreció el suyo y se dispuso a liarse uno nuevo.
La primera calada entró como el primer trago de brandy, y acerté a agradecérselo entre la tos siguiente.
Continuamos nuestra ronda, con los habituales temas de conversación

 -¿Cree que mañana Menacho ordenará otra salida teniente?
 - O hacemos eso, o pronto destrozarán nuestras murallas a cañonazos.

Miraba al lado externo, cuando vi unos fogonazos en la lejanía, después el trueno de los cañones; corrí y me tiré sobre el subteniente para intentar protegerlo.

 -¡Al suelo! ¡Cúbrete!

No acababa de decirlo cuando las balas llegaron a su destino, sentimos retumbar el suelo de la muralla al tiempo que nuestras cabezas.

Aturdidos después de la descarga nos levantamos a duras penas y salimos corriendo para dar la alarma y tomar posiciones.
Al llegar al baluarte de Santiago empezaban a acudir artilleros, aparte de los de guardia que preparaban sus cañones para contestar, en cuestión de minutos sonó nuestro primer disparo.
 Las quebradas voces de los jefes de batería repetían continuamente:

 -¡A los fogonazos! ¡Disparad a los fogonazos! ¡Fuego!

Aún recuerdo los cañonazos, a todas horas, incesantemente, por el día, por la tarde, por la noche,  los estampidos retumbaban en la ciudad. Nuestros cañones no estaban quietos y respondían. El infierno tenía un lugar esos días, y era Badajoz.

Cañonazos y más cañonazos, el fuerte de Pardaleras recibía la mayor parte de los proyectiles, Menacho, temiendo un asalto francés dobló su guarnición, dos regimientos se turnarían en su defensa cada día. Aún recuerdo el momento en que le tocó al mío. Era una noche fría de febrero y nos disponíamos a tomar el relevo del regimiento que guarnecía Pardaleras. Estábamos formados tras la puerta del Pilar, había luna llena y el cielo estaba raso. Charlaba con otro teniente mientras me ajustaba los guantes, cuando de pronto empezamos a escuchar disparos de fusil.

  -¿Oyes eso?
  -¡Están atacando Pardaleras!

Subimos a la muralla y el fuerte se iluminaba con pequeñas explosiones, los gritos empezaban a escucharse de forma lejana. Miré a mi compañero.

  -Hay que ayudarles, el fuerte no debe caer.

Regresamos e informamos a nuestro coronel, que ya empezaba a ser consciente de lo que estaba pasando, nos ordenó salir a toda prisa y atacar el fuerte desde la ciudad. Desenvainé mi sable y echamos a correr en mitad de la noche en absoluto silencio, de pronto nos dimos cuenta de que los disparos cesaban y varios soldados regresaban corriendo hacia nosotros con la cara desencajada y partes del cuerpo ensangrentadas. Sin duda habían luchado con ganas, pero ahora era nuestro turno.
Aún se combatía dentro del fuerte a bayonetazos, llegamos a las murallas, la puerta estaba cerrada, ordené a los gastadores a que la derribaran con sus hachas. Entonces los franceses se percataron de ello y empezaron a dispararnos desde lo alto del muro, los nuestros respondieron con una furiosa descarga que los alejó por unos instantes, para regresar tirándonos gran cantidad de granadas que al estallar provocaron decenas de muertos. Desde nuestra posición no podíamos hacer otra cosa que dispararles. La situación se mantuvo unos minutos que se hicieron eternos, al ver que era imposible acceder al fuerte y que probablemente ya habían llegado nuevos refuerzos enemigos nuestro coronel dio la orden de retirada. Al llegar a la puerta del Pilar me dijo consternado:

  -Vamos a informar de todo a Menacho.
  -A la orden

Mientras corríamos por las calles de Badajoz podía ver como todas las ventanas estaban cerradas, algunos osados las abrían mirando de un lado para otro intentando informarse de origen de los disparos a esas horas.
Al llegar a la estancia del general, este estaba solo, de pie, con varios candelabros y un buen fuego tras de sí, viendo mapas sin cesar con la casaca desabrochada; esta vez entré y no fue necesario dar un taconazo para que advirtiera nuestra presencia, levantó la vista de la mesa y nos miró con su habitual rostro imperturbable, como sabiendo que le íbamos a decir.

  -Señor; Pardaleras ha caído, el enemigo probablemente se haya aventurado por el foso y ha logrado confundir a sus defensores de que era el relevo de la ciudad, por ello no les ha dado tiempo a dar la alarma.

No acababa de decirlo mi coronel cuando ya tenía ceñido su bicornio y su bastón de mariscal en la mano.

-Teniente, vamos a los baluartes ¡aprisa!

Llegamos al baluarte de San Roque, estaba repleto de artilleros cargando sus piezas, corriendo de un lado a otro con municiones, a pesar de ser de noche la luna llena ayudaba bastante a aquellos conocedores de su oficio, los baluartes de ambos lados bullían de la misma actividad.
Menacho se subió a una de las mesas y con su catalejo pudo ver Pardaleras ardiendo, tras otear unos instantes bajó de la mesa y dirigiéndose a los artilleros les dijo:

  -Caballeros, que no cunda el desánimo, que vean de que son capaces nuestros cañones, ¡Fuego a discreción contra el fuerte! ¡Arrasadlo! ¡Emplazad en estos baluartes los obuses y mayores piezas de las que dispongamos y aplastadlos! ¡Viva España!

Segundos más tarde, las baterías que tenían a tiro a Pardaleras desataron un estruendo continuo, nubes de humo de los cañonazos cubrían el baluarte donde nos encontrábamos, aquellos artilleros cargaban y disparaban con una velocidad endiablada, no tardaron en necesitar enfriar los cañones. Entonces, paisanos de las casas cercanas, a quienes habían despertado los cañonazos se presentaron allí, preguntando en qué podían ayudar; inmediatamente los artilleros pidieron agua para sus cañones y al poco gran cantidad de civiles estaba en el baluarte echando cubos de agua a aquellas fieras de más de dos toneladas que no dejaban de escupir fuego.

Mientras, el Mariscal estaba en el centro del baluarte, observando impávido a los artilleros, impasible ante los estampidos, su figura se iluminaba con cada fogonazo.

Transcurrió así toda la noche. Al amanecer Pardaleras estaba prácticamente arrasado y el comandante dio orden de cesar el fuego para dar descanso a los artilleros. Mi regimiento había permanecido allí desde la pérdida del fuerte, al escuchar el familiar pífano que anunciaba el relevo me quedé un rato observando aquella escena; el baluarte estaba lleno de artilleros apostados contra sus cañones, sentados en tierra, con la cara y las manos negras, exhaustos, algunos recibían agua de las mujeres de la zona que continuaban ayudando, a lo que con la garganta seca del humo de la pólvora apenas acertaban a agradecer y se limitaban a asentir con la cabeza.

Abandoné el lugar. Mientras recorría las calles de Badajoz hasta mi casa de acogida. Una vez más me pregunté hasta cuando seríamos capaces de resistir el asedio. Caminaba absorto en mis pensamientos cuando en un cruce de calles acerté a ver uno de los pesados obuses que reclamaba Menacho la noche anterior, lo transportaban a duras penas cuatro bueyes y una veintena de hombres, muchos de ellos sin uniforme alguno, supuse que serían civiles. Ante esta imagen traté de auto confortarme, la población civil nos ayudaría hasta el final, si nos era imposible defender las murallas, lucharíamos casa por casa… convertiríamos Badajoz en una nueva Zaragoza.

Continué con mi pensamiento hasta llegar a mi casa, donde, como de costumbre me abrió la pequeña Rosa.

 -Buenas, soldadito.
 -Buenos días Rosa.
 -Anda, entra y lávate bien que tienes la cara totalmente negra.

Al atravesar el portal me encontré con la ya familiar escena de la familia desayunando.

 -¿De dónde has salido muchacho? Tienes la cara totalmente negra.
 -He estado toda la noche en el baluarte de San Roque Don Jaime.
 -Eso explica tanto cañonazo, ¿les habéis dado lo suyo?

Con sonrisa entrecortada, acerté a decir:

 -Se ha hecho lo que se ha podido Don Jaime, lo que hemos podido.

La respuesta pareció tranquilizarle, y siguió untando caldillo en su tostada. Me quedé unos segundos mirando a la señora de la casa como rasgaba sábanas para hacer vendas.

 -Son para llevarlas al hospital, las necesitan más que nosotros, el cura nos ha dicho que pronto tendremos que colaborar allí, empieza a haber muchos heridos.

 Al pronto Rosa subía por las escaleras hasta mi habitación con una palangana con agua y una sábana limpia.

 -Vamos soldadito, vamos a quitarte todo ese hollín de la cara.

Los restos del humo de la pólvora se habían mezclado con el sudor, por  lo que la joven tuvo que esforzarse para poder rescatar mi rostro. Le dije que en los Ejércitos del Rey ensañaban muchas cosas, una de ellas era saber lavarnos la cara, pero ella insistió.
Creo haber dicho que era francamente hermosa, mientras rasgaba mi cara, pensaba en qué sería de aquella pobre joven si los franceses lograban entrar.

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